martes, octubre 09, 2007

Somos nosotros: Diego y yo.

" Una tarde regresé al hotel y me encontré con que Diego me estaba
esperando. Me arrojó uno de los vestidos chinos.

-'Póntelo. Vamos a empezar los
ensayos.'
-'Te dije que no pensaba hacerlo', contesté cruzándome de brazos.

Fue
un desafío que duró muy poco: de inmediato, sin un solo gesto, sin una palabra, Diego me dio dos bofetadas. Nunca me había pegado. 'Póntelo.' No estaba en absoluto furioso: su fría determinación era lo que le hacía más terrible.

Aturdida, me quité los vaqueros, la camisa. Tantas veces antes me había desnudado ante sus ojos, tantas veces había disfrutado de la dulce y turbia sensualidad de ofrecerme al amante. Pero ahora su mirada me quemaba la piel, me hacía daño.

Me puse el traje; algo se revolvió en mi estómago: era un
espasmo de odio. Me dirigí hacia el panel con resolución: en ese momento no me importaba hacer de blanco, no me importaba lo más mínimo. El odio crecía dentro de mi vientre, mezclado con la furia, el deseo de venganza, la necesidad de humillarle y vencerle.

Apoyé la espalda contra el corcho, extendí los brazos
y me agarré al marco de madera labrada. Diego comenzó a arrojar los cuchillos: los puñales silbaban en el aire estancado, en la penumbra tibia. Los dos primeros se clavaron a ambos lados de las caderas, los segundos junto a los hombros. Después las afiladas hojas se apretaron en el hueco de las axilas, en la
cintura, en la línea de las piernas. Las dos últimas se hincaron junto al cuello; cerca, muy cerca, como besos de acero. No quedaban más cuchillos y yo seguía viva.

Diego se acercó y me apartó del corcho. De nuevo sin un gesto, de nuevo sin palabras, empezó a hacerme el amor con rudeza, incluso con violencia. Y a mí me gustaba. Le necesitaba de una manera feroz, absoluta, distinta. Había algo desesperado en la manera en que nos aferrábamos el uno al otro, en elmodo de combatirnos por medio de la carne. Entonces es cierto que el odio se parece tanto al amor, pensé.

Desde el suelo veía, en el panel, la silueta de mi
cuerpo hacha con cuchillos, el perfil vacío de mi otro yo. Nada más terminar me puse en pie: quería ducharme, hubiera deseado meterme en el mar, librarme de algo interior que me manchaba. Entonces fue cuando lo vi..."

El puñal en la garganta.
Rosa Montero.





1 comentario:

Anónimo dijo...

Aprovechando esta actualización del post:
¡Cómo comprendo ese sexo deseperado, preñado de angustia!
¡Cómo esa fría determinación que estalla en el rostro de la protagonista, ese pulso firme que envía el cuchillo a pesar del terror hacia la pérdida, esa seguridad interiorizada a puñados!
Y, cómo no, ¡cómo recuerdo ese torrente de pasión que se desata imparable cuando sueltas las riendas, desbaratando el elaborado peinado en un segundo!
Pero, como siempre, lo que me deja prendado son los sentimientos de ella. Los de él me son tan familiares...