Después de los reproches… ¿injustos? –¡qué sé yo!–
te me quedaste, igual que una niña, mirando,
con dos lágrimas grandes colgadas de los ojos,
las manos como hielo, convulsivos los labios…
Tu desnudez no te importaba; se perdía
entre las explosiones del sentimiento; acaso,
casi sin darte cuenta, te cogiste el cabello
y te cubriste con tus piernas y tus brazos…
Palabras nunca oídas brotaron de tu alma,
–la duda era terrible, el dolor sobrehumano–,
… y, al fin, como una rosa mojada por la lluvia,
¡te arrojaste a mis pies, partida, sollozando!
Juan Ramón Jiménez
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